A la hora de optar por una cartera financiera, el inversor debe tener claros una serie de conceptos y objetivos que quiere alcanzar con su inversión. Así, influyen decisivamente en la elección la rentabilidad o rendimiento esperado, el riesgo que está dispuesto a soportar, que se transforma en incertidumbre ante ese beneficio, y el horizonte temporal, ya sea una inversión a corto, medio o largo plazo.
Las carteras de renta fija y de renta variable constituyen las bases, y ejemplos más claros, a partir de los cuales se presentan otros tipos diversificados de inversión, como pueden ser las carteras mixtas.
Los activos de renta fija están formados por emisiones de deuda que realizan los estados y las empresas con gran capacidad financiera. El objetivo para el inversor que opte por este tipo de cartera puede ser preservar el capital y conseguir una rentabilidad superior a la obtenida por mediante otros productos tradicionales. Suele ser propia de una posición inversora conservadora, aunque eso no suponga que estén exentas de todo riesgo. Habría que comprobar que no incluyan valores emitidos por países emergentes o de alto riesgo especulativo.
Las carteras de renta variable están compuestas principalmente por aquellos instrumentos que forman parte de un capital, como las acciones de las sociedades anónimas, con el objetivo de obtener mayores rentabilidades pero con una exposición máxima al riesgo, ya que varían en función de la evolución de los mercados bursátiles. Fundamentalmente se basan en activos del mercado europeo, aunque no excluyen productos provenientes del americano o de terceros países.
Además de identificar nuestro propio perfil, el asesoramiento por parte de expertos en carteras de gestión, o un buen conocimiento particular de los mecanismos financieros, ayudan a identificar el tipo de cartera a elegir.
Y como inversor novel entrenarse con los simuladores bursátiles, o con los juegos basados en información financiera pueden ser un excelente campo de pruebas antes de tomar una decisión.
